viernes, septiembre 13, 2013

Historias Plausibles


Eco perdido

   La enorme bestia cayó al suelo, abatida por la sed. Había cruzado medio continente en busca de agua y carne. Cuatro días atrás devoró a su hermano, luego de encarnizada batalla. Ahora es el último de su estirpe.
   Con esfuerzo elevó la mirada hacia el inclemente cielo. Con su último aliento lanzó un bramido agonizante, cuyo eco nunca más fue escuchado sobre la faz de la tierra.



Las pirámides de Antártica
 
   Han sido vistas en fotos de exploradores, inconspicuas, como tela de fondo. Algunas parecen hechas de cristal, brillando a lo lejos a causa del hielo que las cubre. Otras dejan entrever su inconfundible silueta en profundos valles, hundidos bajo mares de nieve. Hacia el norte (porque sólo se puede ir hacia el norte en la Antártida), una descomunal pirámide negra, geométricamente exacta, parece estar adosada a un ramal de los Montes Transantárticos, sus oscuras faldas moteadas de blanco.
  Algún día podrá saberse la historia de la avanzada raza humana responsable por tales construcciones, en una era en que el continente antártico gozaba de buen clima. Se descubrirán las crónicas de sus orígenes, de su evolución y ascenso, hasta convertirse en una de las más sabias civilizaciones de la tierra. Un catastrófico cambio climático habría sido la causa de su eventual caída y su completo olvido.



Lamec

   Este texto es una adaptación tomada del rollo de Lamec, uno de los siete rollos originales del Mar Muerto, descubiertos en la Cueva 1 cerca de Qumram. El rollo fue escrito en un elegante arameo y contiene una versión apócrifa de Génesis 6, con datos que aparentemente fueron excluídos de posteriores ediciones del libro. La historia narra la angustiosa incertidumbre de Lamec y la maravillosa infancia de su hijo, Noé:

   Lamec, padre de Noé, hijo de Metusalén, a causa de la falta de mujeres se casó con su propia hermana, Bat Enosh. Cuando nació Noé, Lamec sospechó que el niño no era hijo suyo, puesto que al nacer se levantó de los brazos de la partera y conversó con el Señor de la Justicia. Su cuerpo era blanco como la nieve y rojo como un pimpollo de rosa. Su cabello era albo como la lana y su mirada fulgía como el sol.
   Más bien, el niño parecía ser hijo de uno de  los Elohim, los ángeles caídos o Nefilim, tambien llamados con piadoso respeto "los Vigilantes". Esto seres celestiales fungían más que nada como mensajeros y gozaban de una bien merecida reputación de ser grandes amantes de las hijas de los hombres. Lamec, haciendo gala de su astucia, enfrentó a Bat Enosh y le pidió explicaciones. Ella respondió con sumo rigor, recordándole los pormenores de la concepción del muchacho.
   Lamec, sin embargo, no quedó convencido. Angustiado por la incertidumbre, le pidió a su padre Metusalén, el más longevo de los hombres, que interceda con su abuelo, el profeta Enoc, quien a la edad de 365 había sido arrebatado para ocupar un lugar entre los ángeles.

  El rollo de Lamec, desafortunadamente, no incluye los pormenores de la conversación entre Matusalén y Enoc. Sin embargo, conocemos las consecuencias de estos patriarcales conflictos domésticos: Yahvé se arrepintió de haber permitido la existencia de híbridos como los Refaim, y de los gigantes Og, Gog y Magog, anakim de gran renombre, frutos todos del pecaminoso amor de los hijos de Elohim por las hijas de los hombres. Para destruirlos, Yahvé envió el Diluvio Universal. Noé, último descendiente de esa generación condenada, fue llamado a repoblar la tierra con una nueva generación de hombres sin sangre celestial en sus venas.




Arbóreo

   Los árboles nada debían a una divinidad que había resuelto que la sangre es vida, no la savia. Cuando Yahvé ordenó a Noé que contruyera el arca y decretó el fin de toda la carne, la arbórea sabiduría ya tenía previsto qué hacer en caso de omisión. Días antes del diluvio, las semillas de toda la vegetación terrestre se depositaron en un tronco hueco, de proporciones bíblicas, en cuyo cálido interior sobrevivieron la catástrofe. Al bajar las aguas, salió del tronco una semilla aerófila, de una especie parecida a la amapola, pero se quedó volando en el viento y no retornó. Tiempo después, del tronco surgió otra semilla, pero el suelo todavía estaba empantanado y no germinó. Finalmente, el tronco encalló en un promontorio y muchas semillas se esparcieron y echaron raíces. Fue ahí donde creció, siglos después, el árbol sagrado del Bodhi, bajo el cual Sidarta Gautama despertó de sus meditaciones como el iluminado, el Buda.


No hay hombres en esta tierra

   Las hijas de Lot no encontraron hombres con quien casarse. Los sodomitas, incluso los que no habían sido en vida unos degenerados, ya no eran sino vapor en la conflagración divina. Los demás seres humanos, al parecer, también eran inalcanzables, no menos que los ángeles de Yahvé, de fulminante mirada.
   Por tanto, las hijas de Lot decidieron emborrachar a su padre, hombre justo entre justos, y acostarse con él. La árida madre, con el horror eternizado en su mirada,  ya nada podría decir.


Sansón

   El héroe Sansón, como Hércules y como Noé, fue hijo de los dioses. La historia transcurre en la zona de Beit Shemesh (el Templo del Sol). Su madre, aunque era esteril, recibió las atenciones de un ángel del Señor, quien ordenó que el niño a nacer habría de abstenerse del fruto de la vid y de toda bebida embriagadora, y que no se le cortase el cabello, y que se alejare de animales inmundos y de cadáveres, "porque él será nazoreo de Elohim desde el día de su nacimiento hasta el momento de su muerte". Al tiempo nace Sansón, cuyo nombre verdadero es Shimshon, de la raíz hebrea Shamash, el dios solar cananeo. Como los rayos del sol, la fuerza de Sansón radica en sus cabellos. Fue la noche, Dalila (del arameo Delaila, la noche), la que segó su fuerza al tonsurar al nazoreo, quien, ya derrotado, pidió y recibió de su padre milagrosas fuerzas para destruir el templo de Dagón en Gaza y detener la incursión filistea en la tierra de Israel.


El profeta

   Ezequiel quedó sólo en el desierto, envuelto en el torbellino de polvo que dejó la aparición. Luego, con paso lento, se encaminó a su casa. Al llegar su mujer le hizo mil preguntas. El anciano la conocía desde su juventud, así que sabía que sería inutil explicar. Pero lo intentó de todos modos.
   —Dijo que venía del porvenir.
   —¿Del más allá? —, preguntó ella.
   —Del tiempo sin tiempo, de la eternidad, de todos los tiempos. Su gloria vino del norte, envuelta en una nube, fulgurante, como el bronce bruñido. En su interior venían seres como el hijo del hombre, cuatro seres que se movían como uno solo y hablaban con una sola voz. Me dio de comer un rollo que me supo a miel y me llenó la cabeza de imágenes. La voz dijo que debía escribir todo lo que había visto.
   —¿Y qué viste? —, preguntó la mujer.
   —El fin viene, sobre los cuatro extremos de la tierra. Pero ellos enviarán un salvador.


Nueva Quíos
   
   Estamos en el año 2756 después de Homero. Muchos siglos después de que los templos fueran destruidos, y luego reconstruidos. Por suerte, o por desgracia, los inmortales dioses siguen entre nosotros, tomando forma humana para asistirnos, o permaneciendo invisibles para destruirnos. Pero ya hace tiempo sabemos que son, como nosotros, hologramas.
   Somos modernos, es cierto, pero aún bebemos dulce vino y navegamos el extenso mar, y  los fantasmas siguen con su vieja costumbre de entrar en nuestros cuartos por el ojo de la cerradura. Hemos avanzado, sí:  nuestras bibliotecas son ahora los edificios más altos.
   Los más leen novelas policiales y dramas sicológicos. Sólo los jóvenes y los literatos disfrutan todavía de la mitología hebrea. 


El dragón terrestre

   En un bazar de la antigua China, un hombre menudo y de piel curtida ofrecía a gritos el más grande descubrimiento del mundo: la prueba incontrovertible de la existencia del Dilong, el dragón terrestre. Los curiosos que pagaron para entrar a su tienda pudieron ver el cráneo fosilizado de un descomunal carnotaurus. Desde entonces nadie negó en China la fuerza de los mitos.


El árbol de la vida

   El mandamiento de nuestro dios es irrefutable: carne con su sangre, no comeréis. La derramaréis en la tierra, porque la sangre es vida.
   Durante miles de siglos hemos cumplido la ley, derramando la sangre de los sacrificios en un campo.
   Pero en años recientes ocurrió algo que no previeron los profetas. En medio del campo de sangre creció un árbol de tronco blanco, ramas como serpientes, hojas rosadas y frutos carnívoros, que devora toda infortunada criatura que se acerca demasiado.
   Nuestros teólogos aseguran que todo proviene del dios, que su sabiduría es infinita y sus designios inescrutables, y que el árbol es una manifestación de su grandeza.
   Pero ya son muchos los sacerdotes que se niegan a seguir alimentando al monstruo.




Quetzalcoatl, la serpiente emplumada


   La leyenda del dragón mesoamericano —Quetzalcoatl entre los aztecas, Kukulcán para los mayas —, puede referirse a un ser divino, que junto a su hermano gemelo Tezcatlipoca representaban la dualidad del planeta Venus como estrella de la mañana y estrella de la tarde; a un legendario rey tolteca: Ce Acatl Topiltzin Quetzalcóatl, el último rey de Tula; o a un personaje mesiánico, dios y ser humano a la vez, como el mesías cristiano, que llegó del cielo en una serpiente emplumada y enseñó a los hombres las ciencias y las leyes, antes de retornar al cielo con la promesa de volver.
   La leyenda lo describe como un hombre alto, blanco, de larga barba roja y entrecana y ojos azules. A juzgar por la iconografía azteca, en la que a menudo se lo representa como un hombre navegando el cielo en una "serpiente voladora",  el "dragón" no era otra cosa que el vehículo de este semi-dios, una nave con plumaje, acaso un navío de colorido velamen o un aparato volador.
   Los cronistas españoles fueron los que difundieron la noticia del fatal error de los pueblos mesoamericanos, quienes sellaron su destino al confundir a los conquistadres con las huestes del gran Quetzalcoatl, quien finalmente cumplía su promesa de volver.



Los Fenicios, descubridores de América

     
    Un tercio de la expedición fenicia a cargo del faraón Necao alrededor del África, a fines del siglo VII AC, se perdió en una tormenta y sus barcos fueron arrastrados por la corriente Benguera en dirección al Shajar, el sol de la mañana, que renace en los confines del mundo, allá donde Yam desciende al Sheol.
   Gracias a sus plegarias y sacrificios a Yam (el mar), de la progenie de El, los navegantes lograron desviar su curso y al cabo de incontables semanas llegaron a tierras desconocidas.
   Ahí encontraron extensas selvas, más grandes que el Gran Desierto, habitadas por hombres exóticos, fumadores de tabaco y mascadores de coca.
   Varios decenios habría durado el comercio entre fenicios y los que después fueron llamados americanos. Esto explicaría los rastros de coca y tabaco encontrados en algunas momias egipcias. Es posible que el contacto con los barbudos fenicios haya sido la fuente de los mitos de Viracocha y Quetzalcoatl, de la influencia piramidal en la arquitectura precolombina, de sus conocimientos de astronomía y de los sacrificios humanos, acaso una derivación del culto a Shalim, el sangriento sol de la tarde.
   Tal vez el recuerdo de este comercio entre fenicios, aztecas e Incas se perdió cuando Julio Cesar quemó, en el fragor de la batalla, la Gran Biblioteca de Alejandría.


Acéldama

   La Legio X Fretensis marchó todo el día y llegando la tarde se aproximaba al cuartel en el valle de Hinón.
   Los rebeldes, dispersos entre los sicómoros, maldijeron en silencio el estandarte del jabalí, pero los dejaron pasar hasta que el último soldado desfiló bajo la higuera señalada. Simón Kefa y sus sicarios cerraron el paso, mientras que los zelotas, al mando de Juan y Jacobo, los Hijos del Trueno, empujaban por el flanco. Cercados entre el monte y el precipicio, los romanos no pudieron maniobrar.
   “¡Muerte a los cerdos!”, arengaba Jesús Barrabás. “¡Muerte a los diablos! ¡Echen esos espíritus malignos por el precipicio!”


José y María

   José vio por fin las costas de la Galia Aquitana y ofreció una oración de gracias al Señor. A su lado, María, pálida y serena, sonrió por primera vez desde que zarparon del puerto de Jopa.
   “No todo está perdido, hija”, dijo José. “Gracias a Dios hemos llegado a puerto seguro. El linaje de David está a salvo en tu vientre y algún día volverá a reinar en Jerusalén”.


Estrella de la Tarde

   El recipiente de obsidiana fulguraba bajo el sol del mediodía. Saulo y Tito vertieron agua en la cuenca, luego agregaron aceite de oliva y esperaron a que se aquietara la superficie. Cuando la imagen del sol se reflejó nítida contra el fondo oscuro, los dos místicos concentraron su mirada en el  espejo  y esperaron el éxtasis.
   “Con rostro desvelado vemos en el espejo el resplandor de la gloria del Señor”, dijo Saulo al cabo de una hora, descifrando los signos en la imagen de Venus y los puntos solares. “Hace casi 30 años, en el día primero de la Pascua, vi a la estrella de la tarde descender al Hades para resucitar luego de tres días a la diestra del Todopoderoso, según pronosticaron los magos persas y confirman las escrituras. Los magos buscaron la estrella del Mesías al fin de la Era del Carnero y el comienzo de la Era de los Peces. No en vano fue sacrificado el carnero de Dios, sino para liberar su espíritu entre los pescadores de almas”.
   “De cierto han dicho nuestros decanos, o Saulo, que así como es arriba, también es abajo”, respondió Tito.



Tomás, el gemelo

        Tomás, según el evangelio de Juan, fue el único apóstol, fuera de Judas, que no estuvo presente la primera vez que apareció ante sus discípulos el cristo resucitado.
   El nombre del apóstol es de singular etimología. "Tomás" es la transcripción griega de “Te'uma”, que en el arameo siríaco de los contemporáneos de Jesús quiere decir "gemelo". Juan el evangelista lo llama "Tomás (llamado Didymus)", lo cual aumenta el misterio porque Didymus en griego también quiere decir gemelo.
   Obviamente "Tomás" no era un nombre propio en esa época, sino un sobrenombre, pasando por un proceso idéntico al del nombre "Pedro", que es la traducción griega de “Kefa” en arameo, que quiere decir "piedra".
   ¿Cuál era entonces el nombre verdadero del apóstol? La respuesta habría quedado en el misterio de no ser por el descubrimiento de los escritos gnósticos de Nag Hamadi, en Egipto, entre los cuales se encontró el evangelio según Tomás, donde el apóstol es llamado Didymus Judas Tomás.
   Sólo se menciona a otro Judas en el Nuevo Testamento, fuera del difamado Judas Iscariote: Mateo y Marcos nombran a un Judas entre los hermanos de Jesús (“¿No es este el hijo del carpintero? ¿Su madre no es la que llaman María? ¿Y no son hermanos suyos Santiago, José, Simón y Judas?”, Mateo 13:55-56). Este posiblemente sea el mismo “hermano de Santiago” considerado como el autor de la Epístola de Judas.
   Si Tomás en realidad era Judas, y si es verdadera la tradición siríaca que afirma que éste era el hermano gemelo de Jesús, también se podría explicar la ausencia de Tomás durante la primera aparición del Jesús resucitado en la escena que describe Juan: es plausible que fuera Tomás quien se apareció ante los discípulos, convenciéndolos así del milagro de la resurrección.



Herejía

   Uno de los documentos de Nestorius, quemados como consecuencia del Concilio de Efeso en el año 431, habría registrado una antigua tradición persa según la cual los libros perdidos de Zaratustra fueron preservados por Ezra en su Torá. Decía además que el culto de Yahvé que impuso Ezra en la satrapía de Abar-Nahara (Allende el río) y centrado en Jerusalén, fue una adaptación cananea del culto de Ahuramazda.
   De ser así, la etimología de la palabra hebreo, Ibrí, no derivaría de los apiru mencionados en estelas egipcias, sino de Abarí, los residentes de Abar-Nahara durante el dominio persa.



El Monte de Dios

   El monte Sinaí no está en Yebel Musa, según la tardía tradición cristiana, ni el sur del desierto del Néguev, como piensan algunos arqueólogos de inclinaciones bibliófilas, ni en Arabia según otros no menos creyentes, sino en el Golán: el Monte Hermón.
   Es el monte más alto de toda la región, el único digno de la Majestad de Dios. Jesús al parecer conocía el secreto lugar y por eso eligió al monte Hermón para la Transfiguración, según tradiciones cristianas.



Las piedras de Carnac

   Cuenta la leyenda que las extensas formaciones de hileras de megalitos en Bretaña, conocidas como los Alineamientos de Carnac, no son otra cosa que los restos de varias divisiones romanas que fueron convertidas en piedra por el gran mago Merlín.
   La realidad podría ser más fantástica. Carnac, además de Nazca y la Gran Muralla China, fue ideado y construido para ser visto desde el espacio. ¿Qué ser celestial servían estos abnegados trogloditas bretones?



El vikingo

   La india había estado toda la tarde tomando parte de los rituales, danzando en torno de las hogueras, hasta que la venció el cansancio y se tendió a dormir sobre su lecho de paja. No le fue difícil ahuyentar a los coyotes y a los hombres ebrios que codiciaban su cuerpo: todos temían su magia. Entre las vaharadas de color esmeralda de su sueño vio otra hoguera rodeada de hombres extraños, rojos y gigantescos, peludos como el oso pardo, con cornamentas como los bisontes, que celebraban el retorno de una victoriosa campaña militar. Sobre una larga mesa de roble yacían montones de presas de venados asados. Un hombre, de mayor cornamenta, participaba del banquete. Sus estruendosas carcajadas parecían ocultar una pesada carga de temores y furia. Súbitamente, como un sacerdote en trance, se levantó tumbando la mesa. La música cesó. El vikingo, de pie en medio del festín arrasado, la mirada azul y perdida, se pasó el antebrazo por la barba engrasada y pronunció una palabra, sólo una, que ninguno de los presentes logró comprender.
   La india despertó sobresaltada: era su nombre, el nombre que tiempo más tarde oiría incontables noches susurrado en sus oídos, durante los homenajes al guerrero que descubrió América.


De cómo los indios vinieron a ser llamados indios y no chinos

   —¿Qué hombres son éstos, Almirante?
   —Indios de las Indias. ¿No ves que tienen piel de aceituna, como los describiera Marco Polo?
   —Sí, pero Marco Polo también dice que los indios de las Indias tienen ojos almendrados, y éstos tienen los ojos rasgados, tal como Marco Polo describe a los catayos.
   —¿Qué fablas, Roderico? ¿Que hemos llegado a Catai y no a las Indias? ¡Eso es imposible!
   —Indios de las Indias serán, señor Almirante.


La consolación del arte


   El presidiario está sentado en el frio piso de su celda, la espalda contra la pared. A su lado, un montón de libros de caballería.
   —Género vano y fantasioso —dice para sí. De nobles comienzos bretones, se ha convertido en una burla de sí mismo. Pero estos libros serán mi única distracción. Sólo con ellos podré ser libre.
   Con su mano hábil, el hombre acerca papel, pluma y tintero a la lumbre y comienza a escribir.



Rastros de los Hijos de Dios

   Ibrahim levantó una piedra a la orilla del wadi. La observó con curiosidad unos instantes y luego la lanzó contra una roca, perdiéndola para siempre en el inmenso desierto. Allí quedó, abierta en dos, con una punta de flecha incrustada en el centro. Nunca nadie supo que estaba compuesta de una aleación de metales desconocidos.


 Perdidos en el Espacio

   En algún lugar del espacio, navega a la deriva una nave espacial con esqueletos por únicos ocupantes. Son los restos de la última expedición de la élite de un planeta ignoto, de su fracasado intento de recorrer el universo en busca de algún planeta habitable para continuar su milenaria civilización en otro mundo.

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